"La historia es duración. No vale el grito aislado, por muy largo que sea su eco; vale la prédica constante, continua, persistente. No vale la idea perfecta, absoluta, abstracta, indiferente a los hechos, a la realidad cambiante y móvil; vale la idea germinal, concreta, dialéctica, operante, rica en potencia y capaz de movimiento".
José Carlos Mariátegui
--> SOBRE LA COLUMNA IZQUIERDA RECORRE LOS ALTERMEDIOS, CONOCE LO QUE NO APARECE EN LOS MEDIOS MASIVOS DE COMUNICACIÓN.<--



Esta nota muestra la cruda realidad de aquellos que, empujados por las duras condiciones
de vida en sus paises natales; en este caso particular Mejico, deciden abandonarlo todo en pos de un futuro "mejor" trabajando en condicines cercanas a la esclavitud cultivando el suelo estadounidense.


Los pobres también lloran


Por Jorge Majfud*

San Sebastián Nopalera, un pequeño pueblo de
la Sierra de Oaxaca, sur de México, tiene cinco mil habitantes
registrados pero allí sólo viven la mitad. Las tierras que antes daban
café ahora a duras penas dan maíz y no hay brazos para sacarles más. Sus
habitantes, casi todos mujeres y niños, sobreviven de la ayuda que
envían sus hombres de las plantaciones de Estados Unidos.

Como en una guerra entre dos países, cada año cien o doscientos
migrantes vuelvan a Oaxaca en cofres funerarios. Los trabajos para los
cuales están destinados son casi tan mortales como el cruce de la frontera.

Pero no son mujeres todas las que se quedan ni son hombres todos los que
se van. Como su hermano, un día María Isabel Vásquez Jiménez decidió
irse al otro lado con la promesa de ayudar a su madre viuda y volver en
tres años con el capital suficiente para iniciar un pequeño negocio.

El 11 de febrero de 2009 la joven de 17 años salió de su pueblo y
contactó un coyote en Putla de Guerrero que la ayudó a cruzar la
frontera norte. Tres meses después, el 11 de mayo, encontró trabajo en
un viñedo de la West Coast Grape Farming Company, cerca de Modesto,
Califorina.

Como María, los indígenas mexicanos que casi no hablan español en
California son los hispanos que se dedican a la pizca, a pizcar,
palabras que, como tantas otras miles del spanglish, fueron creadas con
el material sustantivo del inglés —pick up, recoger— y moldeadas por la
conjugación del castellano.

Quizás nunca podamos imaginar los miedos de María al dejar su pueblo con
tan pocos años y tan poco conocimiento del mundo exterior, sus nervios
al llegar a Putla para contactar a un coyote, el vértigo y el cansancio
de su paso por la ilegalidad. Quizás fue feliz alguno de los tres días
que trabajó en la pizca. Casi sin dudas debió ser feliz descansando al
lado de su novio, Florentino Bautista, otro inmigrante sin papeles con
quien vivía y planeaba casarse antes de regresar a México en tres años.

Pero algo salió mal. El 14 de mayo el termómetro marcó casi cuarenta
grados centígrados a la sombra. Después de nueve horas bajo el sol
despiojando retoños de las vides, María se sintió mareada.
Tambaleándose, caminó hacia su novio y antes de llegar se desplomó.

Florentino pidió ayuda y trató de reanimarla. El encargado le dijo que
no se preocupara. Esos desmayos eran algo normal.

—Aplícale un poco de alcohol y se le pasa—, le dijo

Pero María seguía inconsciente.

La pusieron en la camioneta que llevaba a la cuadrilla a sus casas y
esperaron la hora de salida.
Los paños de agua fría y las fricciones de alcohol no dieron resultado y
el conductor de la camioneta decidió llevarla a un médico. María hervía
de fiebre en los brazos asustados de su compañero. En el camino,
Florentino recibió la llamada del encargado del viñedo, Raúl Martínez,
recordándole que su novia era menor de edad, por lo cual en su
declaración debía decir que se había desmayado haciendo ejercicio para
mantenerse en forma.

Llegaron a la clínica a las 5:15. Cuando los médicos contactaron que
María tenía más temperatura de la que puede soportar un ser humano, la
derivaron de urgencia al Lodi Memorial Hospital.

Dos días después, María y su hijo de dos meses en el vientre murieron de
insolación. El informe médico menciona un paro cardíaco.

Su novio, Florentino, no ha vuelto a trabajar. Tampoco ha recibido
ninguna llamada en su celular. Pero el fiscal de distrito, James
Willett, ha acusado a María De Los Ángeles Colunga, propietaria de la
compañía de trabajo, a Elías Armenta, director de seguridad y al
supervisor Raúl Martínez por no haber provisto a los trabajadores de
sombra y agua, por no poseer asistencia en caso de insolación y por
mentir en el proceso.

El gobierno de México, como es su costumbre, manifestó su preocupación
por las injustas condiciones en que trabajan los mexicanos en Estados
Unidos. También el gobernador de California, Arnold Schwarzenegger,
lamentó la muerte de María.

Al igual que María, alguna vez en su juventud Schwarzenegger fue un
inmigrante ilegal, aunque su esfuerzo y sudor lo dejó en un gimnasio de
Santa Monica, no en los campos de producción agrícola. El mundo lo
conoce como el actor que en 1984 dio vida al cyborg The Terminator, el
hombre-máquina enviado por las máquinas inteligentes del 2029 al año
1984 con el objetivo de terminar con la resistencia de los humanos
eliminando al futuro líder guerrillero antes de nacer. En su remake
hollywoodense de Herodes, la casi invencible máquina es derrotada por la
pareja de humanos y la madre del futuro rebelde, Sarah —Sarai—, logra
huir. Finalmente aparece meses después en México. En una gasolinera, un
niño mexicano le toma la fotografía que viajará por el tiempo normal
hasta las manos de su hijo y luego de su padre. John, el líder rebelde,
podía haber sido un mexicano, hijo de una inmigrante ilegal huyendo de
su propia tierra. Hoy tendría veinticinco años y probablemente estaría
cruzando la frontera. Pero si su madre hubiese sido una mexicana pobre,
como María, quizás hubiese tenido que enfrentar una pesadilla peor que
la del cyborg y el futuro rebelde jamás hubiese nacido.

El miércoles 27 de mayo de 2009, el cuerpo de María salió de la iglesia
católica de St. Anne de Lodi, California. El viernes 29 pasó por
Asunción Nochixtlán en un ataúd blanco y, después de seis horas de
camino, llegó a su pueblo en la sierra. Su humilde dormitorio fue la
capilla ardiente. En la cabecera pusieron esa foto que se la ve
sonriendo, poco antes de partir. Más abajo, la corona de flores y una
nueva deuda para la madre.

Sepultaron a María y a su retoño vestida de novia, de madre novia. No
tuvo misa, porque el pueblo no tenía párroco y ninguno pudo llegar hasta
la capilla del pueblo.

En el dormitorio vacío de María quedó Jovita Margarita Jiménez Bautista,
mirando la fotografía sonriente de su hija. Su madre viuda, o como se
llame. Porque en español hay nombres para un hijo que pierde a una
madre, para una madre que pierde a su esposo, pero no hay nombre para
una madre que pierde a una hija. Seguramente en ningún idioma hay un
nombre para tanto dolor y tanta injusticia.

* Jorge Majfud, PhD, Lincoln University, School of Humanities,
Department of Foreign Languages and Literatures. www.majfud.50megs.com -
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