"La historia es duración. No vale el grito aislado, por muy largo que sea su eco; vale la prédica constante, continua, persistente. No vale la idea perfecta, absoluta, abstracta, indiferente a los hechos, a la realidad cambiante y móvil; vale la idea germinal, concreta, dialéctica, operante, rica en potencia y capaz de movimiento".
José Carlos Mariátegui
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Los intelectuales y el proceso político argentino

Un análisis del lugar que los hombres y las mujeres del “mundo de las ideas” tienen en las re-configuraciones políticas, en particular en el proyecto propuesto en este país desde 2003. El rescate de los intelectuales orgánicos y el rechazo al elitismo conservador.
Por Roberto Follari* (APM)

Alguna vez aventuró Sartre que todo intelectual es un traidor en potencia. No lo decía en vano: la figura del intelectual, como supuesta voz crítica puesta por encima de la de los comunes mortales, evoca una soledad aristocrática muy poco solidaria. El intelectual cree que es dueño del concepto, aun cuando, si no hay historia, no hay concepto de la misma; lo cual quiere decir que si no hay concreta lucha de los sectores populares, mal podría haber alguna teoría referida a esa lucha.
Es interesante cómo se lo pensó en el siglo XIX desde Europa: la teoría revolucionaria como “forma teórica” de la práctica de los sectores sociales dominados. Es decir, la teoría como cristalización conceptual de la conciencia colectiva, nunca como pretendida razón que se cierra sobre sí misma, o que se “inventa” al interior de los espacios académicos.
Esto no debe implicar ningún desprecio por la teoría; alpargatas sí, libros también. La amalgama de práctica y teoría es lo que hace fecundo un movimiento histórico, y cierto desprecio argentino por el valor de la teoría no debe ser aceptado: sin ella, la práctica se hace ciega, y como dijera un gran revolucionario, “nada hay más práctico que una buena teoría”.
Esto lo explicitó muy bien aquel gran pensador italiano, Antonio Gramsci, cuando presentó su teoría de la hegemonía. Él decía que sin intelectuales un proceso político de rebeldía contra el sistema, no podía funcionar. Pero no porque ellos deban dirigir los movimientos, ni porque inventen sus posturas desde la nada; sí porque, en la medida en que efectivamente trabajen orgánicamente con los sectores populares, ayudan a que éstos puedan hacer concepto de su práctica dispersa, de su experiencia fragmentaria. Los intelectuales no inventarían, pero sí coordinarían y ayudarían a pensar las prácticas sociales. Y esto es sin dudas así, pues cuando han faltado -fue el sonado caso posterior a la revolución mexicana- ha sido posible sumir a los sectores subordinados en el silencio, la atomización y la imposibilidad de una mirada propia.
Ello no da razón para que los intelectuales se crean una casta superior. No sólo han contribuido a producir burocracias que arruinaron en parte procesos políticos muy promisorios -es el caso de la misma revolución rusa-, sino que, cuando habla Gramsci de su valor para lo popular, hay que pensar en todos los hoy llamados “analistas simbólicos”: docentes, sacerdotes, periodistas, que también son intelectuales imprescindibles para forjar el cemento social de los sectores sociales “de abajo”. No sólo –y a veces no principalmente- se trata de los intelectuales en sentido más restringido, ya sea que éstos sean artistas y/o universitarios.
Lo cierto es que el intelectual tiende a mirar su propio interés primordialmente; lo cual poco tiene de extraño en la sociedad capitalista, sólo que la laxa organización de lo académico (sin horarios ni burocracias muy rígidos) lleva a que cada uno sea más definidamente el centro de sí mismo, tenga poco y a pocos para obedecer, y por ello se sitúe en una especie de autonomía de intereses (la que he intentado dibujar en mi libro La selva académica, publicado en 2008).
Por esto, el intelectual sólo sale de su aislamiento ombliguista si de alguna manera interviene en lo político y/o lo social, si efectivamente pasa a formar parte de un colectivo que lo trascienda, si su suerte pasa a ser la suerte de una identidad que vaya más allá de la propia. Y para ello, hay que trabajar solidariamente en alguna forma de organización social o política.
Por ello, no extraña que la mayoría de los intelectuales haga pases de torero eludiendo definiciones y responsabilidades en el actual proceso político argentino, en tanto esa pertenencia a organizaciones que los trasciendan es minoritaria y puntual.
Una de las actitudes más habituales, es la de presentarse académicamente como “de izquierda” –en facultades y carreras de humanidades y ciencias sociales, sobre todo- en un sentido muy amplio, vago y genérico, sin comprometerse con ninguna política concreta. Es obvio que en ese caso se plasma una total falta de compromiso o de testimonio en relación con lo que se predica, y que no se está a la altura del propio pensamiento ni de la propia ideología, dado que no hay la capacidad para poner de algún modo el cuerpo en la discusión pública y la pelea mediática. Hacer lo cual, incluso cuando no se pertenece a una organización determinada, conlleva definiciones políticas precisas y elección entre diversas posiciones de la izquierda, a favor de unas y en contra de otras.
La comodidad prefiere no estar a favor de nada, para no quedar mal con nadie. Patéticamente, muchos estudiantes aplauden más a un académico, cuanto más éste sea incapaz de asumir posiciones definidas. Entonces, cada uno pondrá en él sus propias proyecciones, y todos lo verán cercano a sus propias tomas de partido; como él no tiene ninguna, es como si las tuviera todas. De modo que ninguna política que quede mejor, entre los intelectuales, que la de no hacer política. Se trata de una situación francamente paradójica y de lamentar, sobre la cual reina el mayor silencio en las universidades, pues muchos se benefician de esta indefinición crónica.
Otros optan por la “solución platónica”: la de proponer un infantil ultraizquierdismo que sólo se sostiene dentro de la universidad, y proponer posturas muy coherentes en el plano de la propia conciencia, pero por completo ajenas a la realidad e impotentes frente a la misma. Así, las posturas snob, más preocupadas por la propia elegancia que por cambiar en algo la realidad social, detestan a la realidad política misma, por ser impura, sucia, estar llena de corrupciones y contradicciones. Mejor que ello es no ensuciarse las manos, y mirar de afuera -con aires de superioridad poco explicables- los procesos políticos concretos.
No me cansaré de repetirlo: conozco bien el proceso venezolano, y también el ecuatoriano actuales. Y aquellos que son chavistas y anti-kirchneristas desde Argentina, lo son sólo porque no toleran la política desde cerca, sus imperfecciones e impurezas; si estuvieran en Venezuela serían antichavistas y prokirchneristas, pues desde lejos todo se puede idealizar. Y en Ecuador serían kirchneristas y chavistas, pero anti-correístas. Es obvio: cuando ven de cerca la política, salen corriendo. No tolerarían los intereses empresariales que, inevitablemente, acompañan a Correa y a Chávez, aunque tales intereses estén ahora en una posición subordinada que no es la que han tenido durante los gobiernos neoliberales.
Expresión de todo esto son también las “derechas ilustradas” que alguna vez posaron de ser de izquierda, tal el caso de los lopezmurphystas –y vaya que es ir detrás de una muy modesta ambición, como dijera Borges- que hicieron campaña junto al módico político ultraliberal: Santiago Kovadloff, Juan José Sebreli y el inefable Marcos Aguinis. Todo un arco de decadencia del pensamiento y sumisión al poder económico y mediático.
No lejos de ello se ubica la errática prédica de Beatriz Sarlo, otrora intelectual de izquierda, hoy escribiente permanente del diario La Nación, donde sus escritos no producen ruido alguno con la línea reaccionaria y golpista del mismo, de modo que se mantienen; no episódicamente –que bien podría escribirse algo contra la línea editorial dominante del diario- sino permanentemente, como columnista no casualmente presente allí.
Los ataques de Sarlo al proceso político actual, poco muestran de conciencia crítica interior a un proceso en curso; son oposición lisa y llana, al objetivo servicio del posible retorno de las políticas que fueron dejadas atrás en el 2001. Salvo que se nos convenza de la ingenuidad de creer que, si se va el kirchnerismo, sobrevendrá no un gobierno de derechas, sino alguna extraña aparición de izquierdas de gran calibre electoral, por ahora simplemente impensable (salvo que alguien pretenda adscribir, en ámbito cercano a la ciencia ficción, posibilidades a Fernando Solanas dentro de ese exitoso rubro).
Hay también algunos casos de regresiones no muy precisables, como la de Pacho O¨Donnell, quien con cara de “yo no fui” ha restablecido su antigua imagen de progresista, y logrado enterrar en gran medida el recuerdo de su lamentable participación en el menemismo. No está mal que cambie de posición; sí lo está que no explique tal cambio y haga como que nunca existió, y peor está que los periodistas y escritores del campo popular no le pidan cuentas.
Pero también es cierto que en el espacio de Internet y de los mensajes por mail, de las organizaciones de base, del trabajo con planes sociales, existen muchos intelectuales comprometidos, no de los más ruidosos, pero sí de los más coherentes -y no sólo entre quienes apoyan al gobierno nacional-. Ello implica una tarea silenciosa, diaria, que no siempre se expresa en escritos académicos o en intervenciones en los grandes medios, pero sí redunda en efectos prácticos de importancia.
Y están esos otros intelectuales, Horacio González y Ricardo Forster son ejemplo de ello, que se han jugado políticamente con el actual proceso, tanto en lo personal como a través de la original producción del grupo Carta Abierta. Esta es una organización horizontal en su funcionamiento y plural en su composición, que ha abierto a la intelectualidad hacia la posibilidad de intervención política no-partidaria -pero que no excluye a esta última-. Toda una novedad dentro del campo intelectual nacional, que ha dado lugar por reacción -reacción que al ser tal no deja de ser un reflejo pálido y vacío- a la formación de grupos de intelectuales opositores como aquel en que figura Aguinis.
Y es de destacar la valentía de la actitud de González, Forster y Cía, pues quienes militamos en este espacio, hemos pasado largamente por el desierto, por la recepción permanente del insulto y la despección durante un largo período. Apoyar al gobierno nacional era equivalente a “ser el loco de la cuadra”, el desubicado de la familia, en tiempos en que la ofensiva mediática se llevaba por delante a la conciencia de gran parte de las clases medias del país, tras el conflicto con la patronal del mal llamado “campo” -las propiedades agrarias de la Pampa Húmeda-.
Pero una voz que no se apaga cuando se está en resistencia, se convierte en diez voces cuando se pasa a una posición favorable. Quienes no callaron ni se achicaron en el momento más difícil, ven hoy que su esfuerzo no ha sido en vano. Y si bien nadie sabe qué pasará con las elecciones del 2011 y los intentos previos de desestabilización a que estamos asistiendo, está claro que el ánimo social hoy apoya ampliamente al gobierno nacional, y que quienes se animaron a jugar su prestigio y su imagen en la defensa del mismo, no lo hicieron al garete sino muy fructíferamente.
Fuente: Aluvión Digital
http://www.aluvionpopular.com.ar/?p=2581

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