"Un crimen horrible. Muere una niña inocente en camino a la escuela. Conmueve,
espanta"
Es notable que quienes dicen creer en una sociedad solidaria, sin
pobres, con igualdad de oportunidades, sin explotados, con una distribuciòn
justa de la renta nacional, sin nepotismos que obstaculicen la posibilidad a
todos, sin discrininaciones por motivo de gènero, color de piel, edad, condición
física, etc, llamen LACRAS y PIDAN LO PEOR para los que provocaron la muerte de
Morena.
No digo que no es un asesinato indignante, pero aquellos que
interpretamos que nuestra sociedad tiene deudas pendientes, entendemos que estas acciones exceden la voluntad e intencionalidad de individuos aislados y reconocemos a la desigualdad y a la injusticia como el origen de estos males. Son estos los principales generadores de personas condenadas a transitar caminos que
indefectiblemente los llevan a agredir el cuerpo social, incluso su accionar recae sobre los sectores mas
indefensos.
¿Son concientes del daño que pueden causar en una entradera, un robo al voleo, un asalto a mano armada? . A mi me cuesta creer que el objetivo de un asaltantes sea quitar la vida de una persona, aunque si creo que en la mayoría de los casos están dispuesto a cumplir con su objetivo sin respetar la vida ajena. Lo que estoy seguro es que tienen la violencia impuesta por condiciones de vida pésima.
La injusticia social es el caldo de cultivo de estos asesinos. ¿Cuantas veces han sido despreciados? ¿Cuantas veces pasaron hambre?¿Cuantas generaciones nacen en ambientes paupérrimos?¿Qué oportunidades tuvieron?
¿cuantas veces se sintieron despreciados hasta sentir odio hacia todo lo que los rodea?¿cómo llega uno a despreciar la vida humana?
Se puede decir, como dicen muchos:" A estas lacras hay que matarlas", y se van a dormir tranquilos luego de evadir sus obligaciones fiscales, sin aportar a la causa (carga) común de una sociedad en materia de Educación, Seguridad, Asistencia Social. Descansan sin entrar en las CAUSAS, sin entrar con cuchillo de Cirujano a erradicar la Pobreza Estructural que es la causa fundamental de la Marginalidad.
Es cierto que ser pobre no es condición necesaria para ser potencialmente delincuente, en muchos sectores acomodados encontramos ladrones sin una pizca de moral o criminales feroces. Sin embargo tambien está comprobado que los sectores humildes están sometidos a una gran presión que los arroja a la marginalidad. En un país castigado con tasas de pobreza que llegaron al 58 % en 2001 y el 39% en la actualidad, o de Indigencia de mas del 20 % en 2001 actual de
más del 8 %. Donde la mitad de estos pobres son menores, es muy facil que los "Valores de una Sociedad Normal" terminen siendo menoscabados por la URGENCIA que implica SOBREVIVIR.
Las Iglesias, las Escuelas, la Familia, las instituciones que regulan la sociedad, están en crisis por no poder resolver esta verdadera Pandemia Humanitaria. Y qué decir de los grandes niveles de corrupción que permean los altos cargos de todos los niveles del Estado. Nadie está dispuesto a vender una mano o un hijo para sobrevivir, como dice un payaso siniestro
¿Esto impica no castigar el delito?¿esto implica ser benévolo con "bestias humanas"? No, de ninguna manera ¡CERO IMPUNIDAD! Lo que las leyes dispongan. Pero no nos hagamos los otarios.
Si no resolvemos las CAUSAS, si no invertimos en POLÍTICAS INCLUSIVAS, una sociedad aún más violenta se avecinará.
Y cada vez vamos a Fabricar más VICTIMARIOS PARA MORENA
Ernesto M. Nicolay
EL ANALFABETO POLÍTICO
El peor analfabeto es el analfabeto político.
No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos.
No sabe que el costo de la vida, el precio del poroto, del pan, de la harina, del vestido, del zapato y de los remedios, dependen de decisiones políticas.
El analfabeto político es tan burro que se enorgullece y ensancha el pecho diciendo que odia la política.
No sabe que de su ignorancia política nace la prostituta, el menor abandonado, y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales.
Bertolt Brecht
Victimarios para Morena
Horacio Gonzalez
Por Horacio González *
Murió alguien... pues bien, ¿de qué sector? ¿Son innominados, tienen nombres que no nos gustan, han vilipendiado nuestros propios nombres? Si reprobamos duramente, ¿no corremos el riesgo de quedar bien con nuestra conciencia, pero desconocer las situaciones complejas en que ocurre cada hecho? ¿Y si nos sacamos el gusto de hacer el clásico comunicado de las almas nobles, pero no solo conseguimos el castigo de los represores sino que también debilitamos a un gobierno nacional y popular que no controla todas las instancias que actúan en la vasta urdimbre nacional? Sí, se escuchan pensamientos como éstos. Pero en este caso solo caben, pues este es un tema que está en el corazón de época, los pensamientos en torno del victimado social y no de la justificación del Estado. Sin más. “Sin más” quiere decir que este momento reclama una dimensión ética bajo su propia responsabilidad y peso moral. Ella sola pueda juzgar lo ocurrido en las tinieblas represivas de la sociedad, sin consideraciones aleatorias. Cuales serían “hay que ver quién comenzó primero”, “traían piedras”, “los atacaron”, “interrumpían el flujo circulatorio”, “sirven a otros intereses”, “afectan a nuestros aliados”. No. Es época de una ética sin más, una verdadera reforma moral e intelectual en nuestra facultad de juzgar la escena del presente. Porque el Estado es operativo solo cuando pone de lado sus propias justificaciones, nutriéndose solo de la justificación social.
No puede haber, en este momento, ninguna idea de Estado capaz de relacionarse con un núcleo importante de transformaciones, que no asuma esa dimensión ética, sin más. El ex presidente Kirchner, al concretar la propuesta de policías de-sarmadas ante el conflicto social, introdujo en la historia nacional contemporánea el principio del socratismo democrático. Esto es, “prefiero sufrir una injusticia que provocarla”. Hace muchos años, a comienzos del siglo XIX, el mariscal brasileño Rondon marchó por el Amazonas Occidental hacia el Norte, sin responder los ataques de las etnias originarias, asentadas en el territorio. Se trataba de extender el telégrafo, pero este soldado humanista, fundador de un credo trascendental en Brasil, hoy casi olvidado, había decidido que marcharía con la consigna socrática. No era ingenuidad, una decisión marginal e inocua. Era una forma de refundar instituciones públicas democráticas y crear una moral política para los Estados, fácilmente tachadas de candorosas y aun de peligrosas para la “seguridad”. Pero ese pensamiento era un don. Tal como los grandes antropólogos lo definieron. El don es dar algo sin pretender que sea una respuesta de equivalentes; es también omitirse de una acción que sería la “contraprestación” exacta a la agresión que probablemente recibimos. No se trata de la otra mejilla, sino de instituciones con la fuerza eminente de sus convicciones sin más.
No fue un utopista, sino un hombre práctico y lúcido, como Kirchner, el que inauguró estos pensamientos que los filósofos habían pensado en sus grandes textos. No hay hoy esos filósofos. Pero de vez en cuando, inesperados políticos, excepcionales funcionarios y hasta remotos soldados de los que no podría esperarse el don de reproponer esos textos en una sociedad contemporánea compleja y quebrada por subterráneas pulsiones de justicia desatendida y de muerte, vuelven a recordar esos escritos célebres. Que además pueden no haber leído. Pero los reciben como legado subterráneo e insospechado. En una prueba de que siguen existiendo más allá de que en las universidades hablen sobre ellos. Y ahora, en estos momentos difíciles para esta ética del “sin más”, vemos la serie aciaga de estas muertes en las que participan agentes policiales, barrabravas y matones sindicales, estructuras armadas del Estado que vuelven a desenfundar sus armas viendo en manifestantes, pueblos étnicos, militantes políticos, autores de una supuesta amenaza para el orden. No. El orden incluye dos cosas. La incorporación de la manera en que lo que lo desafía, que lo hace mutar hacia formas más igualitarias. Y su autorreflexión, en el sentido de contener su fuerza, para descubrir nuevos motivos de su propia democratización. Se dirá que esto es ingenuo. Pero sin esta “ingenuidad” no se sostienen los cambios, reparaciones y sensibilidades nuevas.
No obstante, no hay tal la ingenuidad. Se trata de una productividad política nueva. Incluso es la única forma de comenzar las reformas del orden policial viciado que tantas veces se ha intentado, liberando a sus propios agentes del pensamiento represivo. Las reformas han fracasado, aun las mejor formuladas, porque no han ingresado en los misterios de la subjetividad del Estado, con sus tendencias contradictorias, entre el servicio social y la represión. También la agresividad que puede anidar, incluso, en los movimientos sociales inspirados por viejas y justas demandas, podrá también dejar paso a otras formas de acción, que otras sociedades y procesos políticos transformadores han practicado. Dígase que el tosco macrismo es una parte importante de la conciencia en retroceso de un sector de la población, sumergida en miedos inducidos y en soluciones represivas, xenófobas y encastilladas en pequeños privilegios, que no serán tales pues solo contribuyen a una vida atomizada, menguada, sin verdaderas certezas comunitarias, reemplazadas por la derechización del carácter personal y una moral que corroe las capacidades subjetivas de todo tipo.
Los acontecimientos de Villa Soldati y los que los precedieron componen un encadenamiento que es preciso detener, desde luego que con nuevas políticas sociales, de vivienda, de reconocimientos materiales y simbólicos, de inversiones en infraestructuras que atañen a la vida popular, de educación con nuevos descubrimientos pedagógicas y lingüísticos, de tecnologías que ingresen en la vida cotidiana para fortalecer sus creatividades dormidas, de conversión de las villas miserias en ciudades originales, integradas a la ciudad real con sus propios esfuerzos culturales y planificadores, develando en sí misma el rechazo a reproducir la razón económica de las metrópolis y las mismas estratificaciones clasistas en medio de las vidas marginalizadas. La vida popular no puede ser, como lo está siendo, la tentación para reproducir internamente poderes oscuros iguales a los que también la avasallan.
La sociedad argentina está decidiendo. Ahora mismo, y en cada militante social, sobre todo entre los que ven con especial simpatía los tiempos que transcurren, está decidiendo sobre una disyuntiva. O bien triunfa una moral pequeña, que se pregunte “a quién beneficia esto”. O prospera una moral sin más. Esta última es la moral que percibe que son las propias transformaciones ya practicadas las que están en peligro cuando ocurren episodios mortíferos como los que comentamos. No actuar contra ellos políticamente, sin ningún otro tipo de consideración, “sin más”, lejos de convertirnos en almas candorosas “que no sabemos medir la correlación de fuerzas”, nos convierte en conciencias nuevas para un destino de justicia renovado en el país. Renovando la autorreflexión de todos los sujetos actuantes, la de los movimientos sociales, y la del Estado, que debe autocontener lo que debe monopolizar, en especial la violencia.
* Sociólogo, ensayista,director de la Biblioteca Nacional.
Aqui se respira lucha
Ya nos ganaron una elección, que no nos ganen la conciencia y el discernimiento
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El tren alemán y el Teorema de la Revolución
Por Atilio Boron
Leo en Rebelión del 19 de Diciembre de 2014, que un
conocido “Inspector de Revoluciones”, Guillermo Almeyra, acusa a Claudio
Katz de haber incurrido en “un peligroso traspié histórico, político y
teórico - explicable pero no justificable- por el contagioso ‘atilioboronismo’ que padece una parte de la izquierda y de los sectores académicos en Argentina.” [1]
Ya Katz se encargará de refutar con su habitual rigurosidad las
falacias contenidas en la nota de Almeyra. Concentraré en cambio mi
atención en analizar el nuevo virus descubierto, seguramente que luego
de sesudas investigaciones, por mi crítico.
Lo primero que quiero
decir es que me causa gracia la importancia que le atribuye a mi modesta
obra, capaz de “contagiar” a una parte de la izquierda y de la academia
en la Argentina. Pese al empeño puesto en acrecentar el impacto
(negativo) de mis ideas su apreciación guarda poca relación con la
realidad. Me preocupa, eso sí, el uso de la palabra “contagio” para
calificar la circulación de ideas. Es un término que usaban los
jerarcas, ideólogos y publicistas de la dictadura cívico-militar
argentina (y en general todos los regímenes fascistas de los años
setentas) en su cruenta cruzada anticomunista. Me sorprende y me
decepciona que un hombre de su larga experiencia política apele a esa
palabreja para caracterizar la difusión que puedan alcanzar ciertas
tesis y propuestas al interior del campo revolucionario. No entiendo las
razones que llevaron a Almeyra a pensar de esa manera, pero no creo que
valga la pena indagar sobre las raíces psicológicas de esta actitud.
Lo que sí quiero examinar, en cambio, es la concepción de la revolución
que subyace en los diferentes escritos de Almeyra a lo largo de muchos
años y que se manifiesta, de modo hiperbólico, en el texto objeto de
este comentario. Pese a su adhesión al marxismo su teoría de la
revolución nada tiene que ver con él. Es tributaria, en cambio, de una
perspectiva “vulgohegeliana” que la concibe como una proyección de las
ideas de algunos sujetos -a los cuales la verdad les ha sido revelada-
sobre el devenir de la historia. Muy lejos se encuentra esta perspectiva
de las tesis de Marx, Engels, Lenin, Trotsky, Mao, Fidel, el Che y
tantos otros, que invariablemente concibieron a la revolución como un
proceso histórico y, por eso mismo, surcado por contradicciones y
conflictos que hoy aceleran su marcha, mañana lo detienen y que jamás
sigue un curso linealmente ascendente hacia el cielo prístino de la
sociedad comunista. Bajo el influjo de los vapores embriagantes del
“vulgohegelianismo” la teoría presuntamente marxista de sus mentores se
volatiliza hasta convertirse en un teorema, como los de la geometría,
indiferente ante los avatares de la lucha de clases, con sus avances y
retrocesos y sus siempre provisorios y cambiantes resultados; impasible
también ante la asfixiante presencia del imperialismo, elementos ambos
que si bien brillan por su ausencia en esta corriente teórica
condicionan de modo decisivo el movimiento de la historia real. De
acuerdo con este teorema la revolución deja de ser el desenlace de un
largo proceso histórico para cristalizarse como una imperturbable
esencia ontológica, a la que se arriba en virtud de la potencia creadora
del silogismo. Primera premisa: el capitalismo es explotador, injusto,
inhumano y predatorio; segunda premisa: los explotados y demás víctimas
son conscientes de lo que se plantea en la premisa anterior y arden en
deseos de cambiar el sistema; y luego un feliz e inexorable corolario:
la epifanía de la revolución. La secuencia posee una coherencia lógica
incuestionable, y si la revolución no estalla es debido a la maligna
intervención de villanos, líderes o partidos, que sabotean -por cobardía
o por mezquinos intereses subalternos- las infalibles leyes de
movimiento establecidas en el teorema y que garantizan el feliz final
del proceso.
Es debido a esta concepción metafísica de la
revolución como el despliegue de una idea, como un vuelo libre de
fricciones (o como un proceso mental, diría el joven Marx mirando de
reojo a Hegel) que la ardorosa y sangrienta fragua de las revoluciones
“realmente existentes” desencanta sin remedio a los cultores del teorema
y los hace víctimas de una lamentable metamorfosis que requeriría de un
nuevo Kafka para describir sus grotescos matices. Producto de esta
sorprendente mutación los profetas de la “Revolución Teoremática”
retroceden horrorizados sobre sus pasos ante la visión de una revolución
concreta, de carne y hueso, de sangre y barro, con sus certezas y
desaciertos, y rápidamente se convierten en inapelables censores y
acérrimos enemigos de esos procesos que se desenvuelven en el mundo
real. Alguien que jamás pretendió ser un “Inspector de la Revolución”
sino un líder revolucionario dijo una vez que “una revolución verdadera,
una revolución profunda, ‘popular’, según la expresión de Marx, es un
proceso increíblemente complicado y doloroso de agonía de un régimen
social caduco y de alumbramiento de un régimen social nuevo, de un nuevo
modo de vida de decena de millones de personas. La revolución es la
lucha de clases y la guerra civil más enconadas, más furiosas, más
encarnizadas. En la historia no ha habido ni una sola gran revolución
sin guerra civil.” [2] En ese mismo texto, escrito en vísperas
de la revolución de Octubre, Lenin critica a quienes aceptarían “la
revolución social si la historia nos llevase a ella de una manera tan
pacífica, tan serena, tan suave y cuidadosa como un tren expreso alemán
llega al andén de una estación. El mozo de tren, muy digno, va abriendo
las portezuelas del coche y exclama ‘Estación Revolución Social. Todo el
mundo debe apearse’.” [3] Pero las revoluciones reales no son
así, no son un tren alemán. Las clases sociales existen, la lucha de
clases es una realidad, tanto como el imperialismo y sus infinitos
tentáculos. Es en este ambiente “increíblemente complicado” en que las
revoluciones se desenvuelven, desafiando y desmintiendo la pulcritud de
los teoremas políticos pergeñados desde la apacible soledad del
pensamiento.
Tal como lo analizáramos en detalle en un trabajo
de más largo aliento, existe en el imaginario de una cierta izquierda la
idea de que la revolución es un “acto”, emblematizado en la conquista
violenta del poder político y perdiendo de vista el proceso -prolongado,
complejo, lleno de marchas y contramarchas- que conduce a la victoria. [4]
En el célebre discurso pronunciado por Fidel en la Universidad de
Concepción, durante su visita a Chile a fines de 1971, decía que “la
revolución tiene distintas fases. Nuestro programa de lucha contra
Batista no era un programa socialista ni podía ser un programa
socialista, realmente, porque los objetivos inmediatos de nuestra lucha
no eran todavía, ni podían ser, objetivos socialistas. Estos habrían
rebasado el nivel de conciencia política de la sociedad cubana en
aquella fase; habrían rebasado el nivel de las posibilidades de nuestro
pueblo en aquella fase. Nuestro programa, cuando el Moncada, no era un
programa socialista. Pero era el máximo de programa social y
revolucionario que en aquel momento nuestro pueblo podía plantearse.” [5]
De lo anterior quisiéramos llamar la atención sobre dos cuestiones:
primero, que la revolución no es un acto súbito y único que desciende
desde los cielos para incendiar la pradera popular, para usar una
metáfora cara al joven Marx. Se trata de un proceso, que, recordaba
Fidel, “tiene fases” signadas por avances y retrocesos, lo que hace
saltar por los aires los teoremas que la conciben como un acontecimiento
sencillo, “químicamente puro”, incontaminado por las circunstancias
históricas concretas que la tornan posible. [6] Por eso Lenin
siempre aconsejaba a los revolucionarios que estuvieran muy atentos para
descifrar los signos premonitorios de un posible comienzo de una
revolución, que casi invariablemente se pone en marcha a partir de
circunstancias a primera vista carentes de significación
“histórico-universal”, para aludir al Hegel verdadero. Un tumulto por el
aumento del precio del pan en un barrio parisino desencadena una serie
de procesos que culmina en la gran Revolución Francesa; la represión de
una pacífica marcha obrera organizada por el cura Gapón en Enero del
1905 en San Petersburgo termina en el llamado “Domingo Sangriento” y el
comienzo de una serie de reformas políticas que madurarían doce años
después con el derrocamiento del zarismo; un desembarco –un naufragio,
diría con sorna el Che- en las costas de Cuba de un grupo de
guerrilleros a bordo del Granma da comienzo a la guerrilla de Sierra
Maestra y años más tarde a la instauración del socialismo en Cuba. Estos
ejemplos bastan para persuadirnos de que la marcha de la revolución es
más trabada e incierta de lo que ansían los “vulgohegelianos”, lo que
provoca su impaciencia primero, su ira después y finalmente su
irreconciliable oposición, para beneplácito de la derecha y el
imperialismo. Segundo, que el nivel de conciencia política de las masas y
sus posibilidades reales de lucha no son atributos fijos, deducibles
lógicamente de las contradicciones del modo de producción capitalista,
sino resultados contingentes que reflejan el grado de organización del
campo popular, el desarrollo de la conciencia revolucionaria y la
eficacia de la estrategia y tácticas empleadas por los partidos y las
organizaciones populares de izquierda para acumular fuerza política y
capacidad de movilización. Ergo, son productos históricos y no
abstracciones silogísticas que pueden asumirse como existentes a partir
de supuestos apriorísticos.
Para resumir: los cultores del
Teorema de la Revolución padecen de una pertinaz miopía para tomar nota
de la lucha de clases en su convulsionada concreción y de una incurable
ceguera para percibir -¡ni digamos explicar!- el fenómeno del
imperialismo y su profunda, insoslayable, inserción en la dinámica
económica, social y política de los países de Nuestra América. Esto hace
que estos modernos Torquemadas descarguen toda su furia contra las
revoluciones, pasadas y presentes, que en sus recorridos y en sus
desempeños no guardan relación alguna con lo que ellos imaginaran. Eso
termina convirtiéndolos en implacables enemigos de la revoluciones en
Rusia, China, Vietnam, Cuba, Nicaragua y, más tarde, de los procesos
revolucionarios en curso en Bolivia, Ecuador y Venezuela, llevando agua
al molino de la reacción y el imperialismo que por supuesto aprovechan
de sus servicios para escarnecer y atacar, desde posturas supuestamente
de izquierda, a quienes tratan de crear un mundo mejor. Mientras tanto, a
los Inspectores se les escapa la vida en interminables elucubraciones
sobre la coherencia lógica de sus silogismos políticos, lo que origina
toda suerte de reyertas doctrinarias y polémicas interpretativas que
precipitan un torrente interminable de cismas y fraccionamientos en
partidos, sindicatos y todo tipo organizaciones, todos causadas, en
última instancia, por la rebeldía de la historia que no se ajusta a sus
especulaciones pseudorevolucionarias. Su absoluta esterilidad en la
producción de acontecimientos históricos y su espectacular inasistencia
en todos los procesos revolucionarios desde 1917 hasta la fecha no es
óbice -a causa de la soberbia intelectual que suele acompañar quienes
cultivan esta clase de pensamientos- para sentirse con autoridad moral y
política para “enseñarles” a hacer la revolución a quienes la están
haciendo, la hicieron o intentaron hacerla. Pero las revoluciones
reales, no las imaginadas, nada tienen que ver con aquel tren expreso
alemán que marcha sobre rieles, no encuentra obstáculos en su
trayectoria y la llegada a destino se cumple tal cual estaba
cronometrado. No hay rieles, los obstáculos son interminables y la
llegada a destino está signada por la incertidumbre y la
indeterminación. Es en las revoluciones donde se corrobora la verdad de
aquella afirmación de Marx que decía que la violencia era la partera de
la historia. Violencia, porque tanto las clases dominantes como el
imperialismo jamás van a aceptar de brazos cruzados que los “condenados
de la tierra” pretendan cambiar el orden social y como lo prueba hasta
la saciedad el registro histórico –especialmente en América Latina-
apelarán a todos los métodos posibles, por más crueles y criminales que
sean, para asegurar la defensa de sus intereses y la preservación de sus
privilegios. Pero quienes viven apresados en las brumas del
“vulgohegelianismo” creen que sí, que la revolución es como ese viaje en
un tren alemán y que si ellas no son como fueron imaginadas es por la
traición del maquinista. Por su “doctrinarismo pedante”, como lo llamaba
Antonio Gramsci, creen que desde el Olimpo en el que habitan pueden
darles lecciones de revolución a Fidel y a Raúl; al Che y a Chávez; a
Lenin y a Ho Chi Minh; a Mao y a Lumumba; a Evo y a Correa; a los
sandinistas y a Allende, y lo que los habilita también para erigirse en
sus inapelables inquisidores. En su tiempo tanto Marx como Engels
tuvieron que vérselas con esta clase de revolucionarios. El segundo les
ofreció varios consejos, entre ellos uno muy importante: “no conviertan
su impaciencia en un argumento teórico.” Nunca lo escucharon. Almeyra
tampoco.
Fuente: Rebelión.org (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=193457)
¿Del bloqueo a Cuba al bloqueo del ALBA?
Rafael Bautista S. |
Fuente : Alainer.org (http://alainet.org/active/79714)
ARGENTINA: ¡Disparen contra los docentes!
fuente: Blog El País (Ed. Latinoamericana)
Está claro: la educación funciona bastante mal en casi todo el planeta. Las consecuencias de semejante descalabro se pueden observar por todos los sitios. Eso es lo que suponemos.
Vivimos en un mundo en crisis y la educación está llamada a redimirnos, a romper las cadenas que nos unen al atraso, a salvarnos de la adversidad, a empujarnos a un futuro de felicidad y bienestar. Falla la educación y la crisis se expande, multiplicándose, inventándose día a día en sus más variadas facetas: crisis económica, crisis de confianza, crisis institucional, crisis del modelo (o modelo de crisis), crisis política, crisis social, crisis cultural, crisis familiar, crisis de valores, crisis de abundancia y crisis escasez, crisis por el conformismo y por la insatisfacción, crisis por los excesos de los ricos y por el exceso de pobres, crisis del mundo del trabajo y crisis de un mundo sin trabajo, crisis de la infancia, de la juventud y de la ancianidad, crisis de la vida adulta, crisis en los estadios y en los santuarios, crisis de los vínculos, de los sentidos y de los sentimientos, de los afectos y de la subjetividad, crisis, al fin, crisis por todos lados.
Está claro: la crisis del mundo se reproduce y amplifica por la crisis de la educación. Eso es lo que suponemos.(Sigue en Leer más )
Así las cosas, mientras no se encuentra el remedio, al menos, se pueden encontrar los culpables. En el Norte y en el Sur, la respuesta es siempre la misma: la educación funciona mal porque los docentes están mal preparados, carecen de las competencias necesarias para hacer de los niños y niñas sujetos emprendedores y competitivos, ciudadanos activos y responsables, consumidores criteriosos (u obsecuentes); porque los docentes son poco adeptos al esfuerzo, corporativos en sus prácticas organizativas y profundamente perezosos.
Haber estado enfermos nos aporta una valiosa experiencia sobre el dolor y la enfermedad. También, un gran bagaje de opiniones sobre el desempeño de los médicos que nos atienden o atienden a nuestros seres queridos. Entre tanto, aunque todos nos hemos enfermado alguna vez en la vida, son pocos los que aceptarían que esa experiencia es suficiente como para determinar los fundamentos y las prácticas de las políticas públicas de salud a escala global. Nadie negaría que para opinar sobre la salud pública hay que saber algo más que tomar la fiebre a un niño. Entre tanto, para opinar sobre la política educativa solo hay que haber ido a la escuela o, simplemente, imaginar lo que ocurre todos los días en nuestras sala de clase. Para opinar sobre las políticas públicas de salud hay que haber estudiado el tema. Para opinar sobre educación basta con leer el periódico o escuchar a un especialista en banalidades que, con superficialidad pasmosa, dice lo que piensa sobre una institución y un enorme número de trabajadores y trabajadoras que sospecha conocer, apoyándose simplemente en la fuerza mistificadora del sentido común. A los médicos se los respeta, a los docentes, no.
La unánime opinión negativa sobre la docencia se refuerza con los resultados de pruebas, encuestas e investigaciones que confirman supuestamente que los docentes son, por definición y de manera general, unos ineptos. No hay nada parecido a las pruebas PISA en el mundo de la medicina. Tampoco, en el mundo de la ingeniería, de la política, en el mundo empresarial o deportivo. Hay, es verdad, campeonatos de todo tipo en el mundo de hoy. Sin embargo, no porque la selección de Holanda nunca haya ganado el mundial de fútbol, a alguien se le ocurriría decir que sus jugadores son poco profesionales, incapaces, haraganes o indolentes.
Quienes eligen la profesión docente se enfrentan siempre a un designio esquizofrénico, un mandato perverso que la sociedad les atribuye de forma contradictoria. A ellos se les encomienda la difícil tarea de salvar la nación, de revertir las herencias del atraso. Al mismo tiempo, por no ejercer ese papel, se los desvaloriza y humilla cotidianamente, en una especie de amnesia de génesis que borra las causas de todas las crisis, poniéndolas en la mochila de los trabajadores y trabajadoras de la educación.
Una encuesta realizada en varios países de Latinoamérica puso de relevancia que la gente valoriza enormemente el papel de los docentes para mejorar nuestras sociedades, pero la gran mayoría de las personas no desea que sus hijos se dediquen a la docencia, por tratarse de un trabajo ingrato, mal pagado y ejercido por personas sin la debida preparación.
Trato de resistir a la tentación de aclarar que en la docencia hay, en efecto, pésimos trabajadores y trabajadoras. Se trata de una aclaración que reafirma la discriminación que sufren cotidianamente los docentes. Hay maestros y maestras malos, incompetentes y displicentes, claro. Como hay médicos malos, políticos malos, empresarios malos, obispos malos, policías malos y hasta Premios Nóbeles de Economía malos, malísimos. Cuando defendemos a los docentes, parecemos estar siempre obligados a hacer la salvedad que sabemos que hay personas que ejercen la docencia sin la menor condición de hacerlo. No pienso hacer esta aclaración aquí.
Defiendo a los docentes porque creo que la docencia es una profesión que se ejerce, en la mayoría de los casos, por personas que aman su trabajo, que dedican un esfuerzo enorme a sus tareas, que tratan de múltiples formas de mejorar, de capacitarse y de formarse para ser, cada día, mejores; personas que respetan profundamente a los niños, las niñas, los jóvenes y los adultos que educan; personas que, como casi todas las que existen en este planeta, despiertan cada día para cumplir su jornada dignamente, para ayudar con su labor a construir un mundo mejor. Deberíamos pensar en esto cada vez que los humillamos y descalificamos con diagnósticos precipitados que los transforman en la bolsa de entrenamiento de una tropa de pugilistas que aspiran a que sus puñetazos entorpezcan la mirada de la gente común.
Defiendo a los docentes, particularmente a los que ejercen la docencia en las escuelas públicas, porque creo que la enorme mayoría de los trabajadores y trabajadoras de la educación son diferentes a ese colectivo indolente que retrata buena parte de la prensa y los más diversos “especialistas” que afirman que vivimos una debacle educativa que nos llevará a la ruina. Los defiendo porque creo que la lista de los responsables de llevarnos a la ruina no comienza hoy, como nunca ha comenzado, en las instituciones donde se construye, cada día, el futuro de nuestra infancia.
No deja de ser cierto que los docentes, a diferencia de otras profesiones, suelen ejercer de manera tortuosa una especie de corporativismo invertido. A pesar de las acusaciones de que los trabajadores de la educación sólo defienden sus intereses y ocultan sus problemas bajo estrictos secretos de sumario, la docencia suele ser una profesión que se muestra públicamente mucho más adepta a evidenciar sus errores que a disimularlos. Por ejemplo, los congresos, simposios y foros profesionales docentes son, en su gran mayoría, eventos en los que se discuten los problemas de la práctica magisterial, los errores cometidos en el aula y la necesidad de mejorarlos; los defectos y no las virtudes de la profesión; los retrocesos y no los avances en el desempeño pedagógico. Puede consultarse la programación de cualquiera de los congresos de docentes que se hayan realizado en su ciudad, para verificar que quienes ejercen la docencia se critican a sí mismos mucho más de lo que los critican sus crueles calumniadores externos. ¿Qué tipo de corporativismo es éste en el que quienes ejercen una profesión se muestran por lo que les falta y no por lo que los caracteriza? Los congresos de educación suelen estar dedicados a poner en evidencia una visión muy crítica o autocrítica de la práctica escolar.
Nada de esto ocurre en otras profesiones. Los médicos se reúnen en congresos para discutir los avances y las buenas prácticas de la medicina, no para compartir la idea de que la mala praxis médica está generalizada en todos los hospitales. Claro que hay médicos que matan personas por su incapacidad profesional. Nunca sería éste el motivo de un congreso internacional, por ejemplo, de cardiólogos. Los ingenieros se reúnen a presentar y conocer los avances de la ingeniería, no para deprimirse colectivamente con los pésimos ejemplos de algunos ingenieros cuya incompetencia generó enormes pérdidas de vidas humanas. Los abogados discuten en sus congresos profesionales los avances de la ciencia jurídica, no la corrupción de ciertos jueces y letrados que ha puesto no pocas veces la justicia al servicio de los más poderosos. Desde el punto de vista etimológico, cualquier profesión es más corporativa que la docencia. Sin embargo, raramente se denuncia el corporativismo de los economistas, del clero, del ejército, de la prensa o de los grandes empresarios. Sí, siempre, el de los docentes.
El problema parecería ser que, más allá de que a los docentes les gusta enredarse en sus defectos, ellos reclaman con insistencia sobre las pésimas condiciones que tienen para el ejercicio de su profesión, sus bajos salarios y el persistente abandono de la educación pública en nuestros países. Como resultado de esto, se critica el uso de las huelgas. movilizaciones u otras medidas de fuerza como forma de acción organizada para alcanzar las demandas del sector.
Particularmente, creo que es importante que los docentes revisen sus estrategias de lucha para alcanzar los justos reclamos por una educación de calidad para todos. Considero que las huelgas y otras acciones no siempre consiguen generar la adhesión y solidaridad de los sectores más pobres y de las clases medias, quienes necesitan más que nadie de la escuela pública. Hay una enorme dificultad en las organizaciones docentes para encontrar canales más efectivos de lucha que integren a los sectores que, junto a ellos, nada se benefician con las políticas neoliberales y conservadoras que cuestionan y amenazan el derecho a la educación, transformándolo en un privilegio de pocos.
Sin embargo, este necesario debate, no puede desviar la atención de un hecho insoslayable: en buena parte de nuestros países, la educación pública está bajo el asedio de políticas de privatización y mercantilización que, entre otros factores, precarizan el trabajo docente y degradan las condiciones de ejercicio de la docencia en las escuelas, particularmente en las escuelas públicas. En América Latina, aunque las condiciones de financiamiento y la promoción de políticas educativas innovadoras y populares han comenzado a revertir la herencia neoliberal, por ejemplo, en países como Argentina, Brasil, Uruguay, Bolivia, Ecuador y Venezuela, las condiciones salariales y de trabajo de los docentes siguen siendo frágiles e inestables. En rigor, en casi toda la región, la expansión de los sistemas educativos, promovida durante las últimas décadas, se ha sustentado sobre una persistente precarización del trabajo docente.
No cabe duda que los trabajadores y trabajadoras de la educación deben mejorar y redefinir sus estrategias de lucha. Deben hacerlo para volverlas más efectivas, no para disminuir su intensidad. Las reivindicaciones docentes son justas y necesarias, ellas aspiran a fortalecer la educación pública y ampliar el derecho efectivo a una escuela de calidad para todos. El ataque a las organizaciones sindicales docentes suele ser parte de un ataque más amplio contra cualquier expresión de defensa y transformación democrática de la educación pública.
Los docentes siempre, y más allá de todo paternalismo o visión compasiva, se han sabido defender a sí mismos. Entre tanto, creo que defender a la docencia de los ataques que hoy sufre desde múltiples espacios, constituye un imperativo ciudadano.
En definitiva, si Ud. está leyendo esta nota es porque algún maestro o maestra, alguna vez, le enseñó a leer. Y seguramente, le enseñó muchas cosas más. Cosas que han sido vitales para constituirse como un sujeto independiente y crítico.
No me cabe duda que Ud. pensará, muy probablemente, que sus maestros o maestras eran mejores que los que hoy están en el aula; esos docentes reales, que trabajan todos los días en nuestras escuelas, formando a los niños y niñas que en algún momento ocuparán su lugar. Pero no nos equivoquemos. Siempre fue así. A su hijo o a su hija, si hoy están en la escuela, les pasará lo mismo. Quizás sea fruto de una inevitable ingratitud o la trama de una desmemoriada condena al desprecio por el presente, por lo que tenemos y por lo que hemos sabido construir colectivamente. Parece que los docentes deben conformarse con un reconocimiento que se conjuga siempre en futuro imperfecto. Nuestros niños, nuestras niñas y nuestros jóvenes les dirán a sus hijos e hijas que sus maestros y maestras eran mucho mejores, más dedicados, más comprometidos, más cariñosos, mejor preparados y exigentes.
Siempre fue así.
Y si siempre lo fue, respetemos a los docentes que trabajan en nuestras escuelas, reconociendo en ellos la herencia de un futuro que nos hará, quizás, hombres y mujeres mejores, más humanos, más solidarios, más generosos y libres.
Golpe blando (Venzuela, Paraguay, Honduras)
Por Luis Bruschtein
(fuente página 12)
En otras épocas, la derecha le reclamó con razón a la izquierda por su poca vocación democrática. Pero cuando las izquierdas populares no elitistas ni vanguardistas se volcaron a la democracia y ganaron elecciones, han sido las derechas las que no aceptaron el juego democrático.
Las derechas tienen siempre a su favor el poder económico y el gran poder de la época: los supermedios. Las izquierdas han legitimado con votos sus gobiernos y son reacias a sostenerse por la fuerza porque valoran esa legitimidad que fundamenta sus mandatos. Son movimientos cualitativamente diferentes a los de sus orígenes del siglo XX. Han desarrollado una práctica electoral que antes apenas tenían. Han perdido elecciones y se han mantenido en la oposición en marcos institucionales. Han ganado elecciones con mucho esfuerzo y, a diferencia de los viejos sectarismos, han desarrollado estrategias con mucha flexibilidad y amplitud, han gestionado con mayor o menor eficiencia, y han formado cuadros de gestión de los que antes carecían. Son calidades que no eran muy características de las izquierdas o progresismos o movimientos nacionales y populares del siglo XX. Y esencialmente son calidades de la democracia.
Estas corrientes políticas latinoamericanas han crecido en calidades democráticas y han sido refrendadas electoralmente varias veces. En Chile volvió el socialismo con Michelle Bachelet después del gobierno derechista de Sebastián Piñera, en El Salvador ganó por segunda vez la vieja guerrilla del Farabundo Martí y esta vez con un ex comandante guerrillero como candidato.
El voto democrático es el principal aliado de estos gobiernos. Entonces desde la derecha dicen que la democracia no es solamente el voto. Lo cual es cierto. Si la mayoría que gobierna no respeta a las minorías, hay una democracia imperfecta. Pero si sucede al revés, si las minorías quieren imponerse sobre las mayorías que ganaron elecciones, ya ni siquiera es una democracia imperfecta, sino que es una dictadura. De eso se tratan los golpes blandos.
En abril del año pasado en Venezuela, por ejemplo, Nicolás Maduro ganó por escaso margen las elecciones presidenciales a toda la oposición nucleada detrás de la candidatura de Henrique Capriles. Sin ningún prurito democrático, al perder por escaso margen, el candidato conservador desconoció el triunfo legítimo de su adversario. Y fue respaldado por una campaña internacional de los grandes medios para que nadie reconociera al gobierno de Maduro. Hasta hoy en día, la Casa Blanca no lo ha hecho. La oposición y Washington creían que esa escasa ventaja a favor del bolivariano desaparecería rápidamente y quedaría como un gobierno débil, vulnerable a cualquier acción destituyente.
Tres meses después de las elecciones presidenciales hubo elecciones municipales. En una situación muy desfavorable, tras la muerte de un líder carismático como Hugo Chávez, al que debió reemplazar, y con muchos problemas en la economía, Maduro no sólo no perdió esa ventaja sino que la amplió a más de diez puntos y más de un millón de votos. Fue un desastre para la oposición, que creía que finalmente había llegado el momento de cortar el proceso chavista.
El liderazgo de Capriles quedó resquebrajado y Leopoldo López quiso aprovecharse. Capriles sigue siendo mayoría en la oposición y sostiene una estrategia menos violenta. López es hijo de una alta ejecutiva de la organización Cisneros, el principal multimedia del país y convocó a la gente a la calle hasta “echar a Maduro”. Fueron manifestaciones violentas con barricadas y francotiradores y en ese marco también se produjeron desbordes de la represión. O sea, la minoría de la minoría está en las calles, levanta barricadas y tiene francotiradores. Pero los medios lo presentan como el descontrol de una situación social y tratan de presionar en la OEA para provocar una intervención extranjera. Eso sería un golpe blando.
Venezuela no es un paraíso, afronta problemas importantes. Al igual que todos los países latinoamericanos, ha sido cuestionada por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos por la situación en las cárceles. Tiene un problema grave de inseguridad. Los estudiantes se incorporaron a las marchas después del asesinato de dos de ellos por delincuentes comunes. También afronta una inflación fuerte y desabastecimiento de algunos productos. Pero hay un gobierno respaldado por la mayoría de la población para solucionar esos problemas. El sector de Capriles ha insistido en que no apoyan las marchas violentas. Solamente se moviliza una minoría violenta que cuenta con el respaldo de los Estados Unidos y de los grandes medios de la región.
Para respaldar a este sector minoritario de la oposición venezolana, las principales asociaciones de editores de diarios en América latina, entre los cuales se incluyen La Nación y Clarín, de la Argentina, lanzaron el programa Todos Somos Venezuela. Participan en esa operación la Asociación de Editores de Diarios y Medios Informativos (Andiarios), el Grupo Diarios de las Américas (GDA) y el Grupo Periódicos Latinoamericanos (PAL). En estas corporaciones están representadas las cadenas latinoamericanas de grandes medios escritos. La operación consiste en que cada periódico tendrá la obligación de publicar una página titulada “Todos somos Venezuela, sin Libertad de Prensa no hay Democracia” con información que será elaborada por los medios opositores de Venezuela.
La decisión de esta corporación regional aparece casi como una confesión, aunque agreguen en un párrafo que también publicarán la información oficial. Se trata de una corporación de multimedios que avanza sobre la soberanía política de un país, conspirando abiertamente contra sus instituciones democráticas. Pone en evidencia la decisión de hacer campaña, de debilitar al gobierno de Maduro, de mostrar la imagen trucada de una supuesta pueblada y de disfrazar de mayorías libertarias a las minorías violentas.
El dispositivo mediático es como la caballería de los golpes blandos. Está poniendo toda su potencia de fuego sobre Venezuela, pero las marchas opositoras van perdiendo intensidad y la realidad más compleja de ese país empieza a filtrarse por entre esa imagen grotesca que diseña la barrera informativa. Un elemento a favor de ese proceso ha sido la decisión de los gobiernos de la Unasur que advierten el peligro institucional al que tratan de empujarlos. Los cancilleres reunidos esta semana en Santiago de Chile decidieron que a Caracas viajará una misión de la Unasur para respaldar las instituciones democráticas y no para hacerles el juego a los más violentos de la derecha opositora como quería el departamento de Estado norteamericano en la OEA, así como el presidente panameño Ricardo Martinelli, uno de sus operadores regionales.
Las fuerzas políticas en general comienzan a reconocer una problemática que en la Argentina se debatió intensamente con la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. El rol antidemocrático que plantean las situaciones dominantes en el universo de la información es cada vez más evidente. Una expresión de ese proceso reactivo fue esta semana la decisión del gobierno mexicano de obligar a desmonopolizarse a Televisa, el principal multimedia de ese país y el mayor de habla hispana. La disputa por democratizar la información es la disputa por democratizar las sociedades y prevenir estos golpes blandos.
Derechas con look de izquierda
Por Raúl Zibechi para Alainet.org
Campamento en Uruguay (2010) auspiciado por Open Society Institute de George Soros.
Desde el 20 hasta el 26 de marzo de 2010 se realizó en el departamento uruguayo de Colonia un “Campamento Latinoamericano de Jóvenes Activistas Sociales”, en cuya convocatoria se prometía “un espacio de intercambio horizontal” para trabajar por“una Latinoamérica más justa y solidaria”. Entre el centenar largo de activistas que acudieron ninguno sospechaba de dónde habían salido los recursos para pagar sus viajes y estadías, ni quiénes eran en realidad los convocantes (Alai, 9 de abril de 2010).
Venezuela: Grupos violentos en plena acción. Foto: AVN |